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jueves, 31 de julio de 2008

Coyoacán, lugar de coyotes



Todos tenemos un lugar para refugiarnos. Sea real o virtual, siempre buscamos un sitio en donde nos sentimos bien, seguros, contentos, casi felices. Yo tengo algunos, para el caso de que alguno no esté disponible, siempre hay que tener un plan "B" a la mano, y con eso de que ya nos tratan como niños retrasados mentales a los que hay que decirles qué es lo que tienen que hacer, qué pensar, qué comer, por quién votar... Se han restringido de manera escandalosa los lugares en los que "se nos permite fumar", buscamos los pocos lugares descubiertos en los que podemos hacerlo libremente. Yo me pregunto: ¿Dónde están los millones que votaron por que no se dejara fumar en los restaurantes? Si no iban a comer en ellos ¿qué les importaba que se fumara o no? Por que la gran mayoría están casi vacíos, sin contar los miles de trabajos que se perdieron y el sustento de miles de familia que vivían de las propinas que dejábamos los fumadores.


Yo me pregunto, si es que a alguien le interesa tanto nuestro bienestar, cómo es que han permitido tantas franquicias de MacDonalds, si en los últimos veinte años han provocado la peor pandemia de sobrepeso en los niños mexicanos; o los casinos, que ya existe uno en cada manzana de esta ciudad, y en donde asaltan a la gente que piensa que va a salir con su cartera bien llena y abandonan los locales con una cara que les llega hasta el piso; o las Farmacias Similares, cuyos productos no curan nada de nada; o partidos nacos como el PRD, del que ya estamos hasta la médula del alma; o que el "narco" ya se haya metido hasta la cocina de nuestras casas, o la tremendamente dañina e imbecilizante programación de Televisa y TV Azteca, en fin, hay tantas preguntas y tan pocas respuestas coherentes que ya ni le sigo. Lo único que a mi me queda claro, es que las grandes compañías tabacaleras no "se pusieron a mano" con nuestros corruptos y naquérrimos legisladores y éstos llevaron a cabo su vengancita. Jamás, ni en mis sueños más desmesurados creeré que se preocupan por nuestra salud.


Volviendo a los lugares refugio que todos tenemos, uno de los míos era Coyoacán. Al menos dos veces por semana, acostumbraba a ir por aquellos lares, llevar mi laptop, sentarme lo más cómodamente posible en la librería El Parnaso, pedir un buen café doble cortado y escribir hasta que se acababa la luz del sol. En ese lugar hice amigos de toda la vida, compré muchos libros, leí muchos otros, escribí hasta agotarme y disfruté del canto de los pájaros y el correr de las ardillas. Además, ¡lo mejor! dejan y seguirán dejando fumar.


Pues bien, hoy decidí ir por allá a ver si ya habían terminado las obras de remodelación -que por cierto ya llevan varios meses-, de los dos parques y algunas calles del centro. Lo que miré no tiene parangón en todo lo que he visto en mi larga existencia: un Coyoacán totalmente devastado, sucio, lleno de ratas, polvo, malos olores y gente triste. Por supuesto, no escuché el canto de ninguna ave, ni vi ardilla alguna. Las ratas pululan desvergonzadamente hasta dentro del templo de san Juan Bautista y las beatas no se dan abasto para sacarlas con las escobas hasta la destruida plaza.


No soy especialista en obras públicas, pero cualquier cerebro medianamente pensante se da cuenta de que podrían haberse hecho por etapas. Pero no, ¡de ninguna manera! destruyeron todo al mismo tiempo, levantaron todo el suelo, ahuyentaron a los pájaros con el ruido de los rotomartillos, sacaron las aguas negras con las dragas, cortaron árboles, mataron ardillas, provocaron que cerraran casi todos los negocios de la zona, corrieron gente a punta de pistola, y el resultado...como para golpear a alguien, digo, porque debe haber algún responsable de tales y tantos crímenes.


Hablando con algunas personas que por ahí andaban me dí cuenta que no es cosa del Jefe Delegacional -aunque de ninguna manera está exento de responsabilidad-, que tampoco es cosa de algún partido político, como -debo confesarlo- yo lo había pensado, tampoco se trata, aunque no lo descarto en absoluto, de inventar obras públicas para robar, como hacen los políticos, por que en todo caso, ya deberían estar entrándole a la Zona antes llamada Rosa, no, en este caso, fueron los propios vecinos los que pidieron y exigieron de mil maneras que Coyoacán volviera a ser lo que era hace 100 años. Un pueblecito en los alrededores de la gran capital, en el que sólo se escuchaban las llamadas a misa por las mañanas y al rosario por las tardes, y sólo se veía por las desiertas calles, callejones y callejuelas, a las mujeres que sin tener nada más interesante que hacer en la vida, acudían presurosas al templo a inventar pecados en el confesionario, o a ver al guapo padrecito, porque no me digan que en esa paz, existiera algo más que sólo malos pensamientos.
La neta: todo este desmadre fue claramente para sacar a los vendedores domingueros de las plazas y calles del centro coyoacanense, que afeaban el paisaje según los vecinos de la zona. Igualito que de la misma manera, el ridículo francesito Jefe de Gobierno del D. F., ha mantenido el Zócalo ocupado por pistas de hielo, de baile y museos itinerantes: para que no vayan y le hagan manifestaciones a las puertas de su oficina. Ya verán que no me equivoco cuando vean alguna otra cosita que llene la plaza más bella de la república -que debería inspirarnos más respeto-, con lo que se les ocurra al jefecito y a su también francesita esposa. Imagínense que un día despertaran allá en New York con la idea de hacer desaparecer el Greenwich Village por que hay muchos hippies vendiendo chucherías; o que quitaran El Rastro de Madrid, o a los libreros a orillas del Sena en París; o que se pusiera el Circo Chino en la más grande plaza de Beijin...¿Inimaginable, verdad? ¿Qué nos hace ser tan valemadristas que permitamos todo ésto sin rechistar?

Coyoacanenses: no sean sepulcros blanqueados, vamos a tener toda una eternidad para disfrutar de la paz de los cementerios, limpios, quietos, solitarios, ordenados, llenos de cipreses, flores y olor a muerto. Querer volver al pasado no es la salida para nadie. Quizá muy pronto Coyoacán vuelva a ser lugar de coyotes y no sea muy agradable ni seguro andar por ahí. ¡Qué lástima!

martes, 29 de julio de 2008

Por si no te vuelvo a ver



Entrar en una librería con la intención de salir de ella con uno o varios libros en una bolsa y la expectativa de pasar algunas horas interesantes mientras los leemos, es una aventura que llevo practicando toooda mi vida. En muy pocas ocasiones algún vendedor deseoso de convencer a un lector desprevenido se acerca y me ofrece algún libro que supone, me pueda interesar. La mayoría de las veces me recomiendan textos de autoras, siempre de mujeres y nunca de Historia, Filosofía, o novelas dignas de un Nobel; siempre novelitas rosas de Angeles Mastreta, Rosa Montero, Isabel Allende y demás compañía. La verdad es que si una quiere sentirse totalmente discriminada como mujer o ente pensante, hay que ir a una librería, cualquiera que ésta sea, no importa. Todos los vendedores dan por sentado que cualquier mujer que entre, va a buscar algún librito que la entretenga y "no la haga pensar". De hecho, la mayoría de las mujeres eso es lo que piden.


Hay, en el Centro Comercial Perisur, una librería a la que llevo asistiendo muchos años y a la que por curiosas razones no había ido en los últimos seis meses. Nada más entrar, me dí cuenta de que algo había cambiado. Ya no había en la mesa de novedades ningún buen libro que pudiera interesarmeme, como en otras ocasiones; todos los que ahí se encontraban eran de diversos "códigos". Había códigos secretos hasta del zumbido de las abejas, vidas secretas de todos los personajes de la historia y la Biblia y una montaña de libros de "superación personal", inteligencia emocional, y un sinfín de zarandajas por el estilo. Supuse que se trataba de estrategias de mercadotecnia, pues si una librería se encuentra a dos pasos de la entrada principal del "Palacio" en un mall de moda del sur de la ciudad, se sientan obligados a atraer a las mujeres con cerebro de pájaro que asisten a dicha tienda departamental.


De cualquier manera entré y después de mucho buscar, vi que en los rincones más oscuros estaban los tesoros que buscaba. Ahí, en los más altos anaqueles, muy lejos de donde cualquier persona los pueda mirar y muchos menos alcanzar, estaban los mejores libros, escondidos como si se avergonzaran de ellos, como si fuera pecado querer leerlos. Armándome de valor, subí a una escalera que alguien había dejado olvidada y tomé uno de Pamuk, otro de Márai y estaba a punto de alcanzar uno más de Auster, cuando me sorprendió uno de los vendedores. Después de prevenirme sobre el peligro de que una persona de mi edad subiera a una escalera para alcanzar libros que no valía la pena leer, me recomendó uno de una autora que "estaba siendo comparada con el mismísimo García Márquez". Por supuesto, no le creí, y para confirmar que decía la verdad, me mostró el catálogo de Planeta. Y allá voy, después de más de cuarenta años de leer compulsivamente toda la buena, muy buena, excelente, literatura que se ha escrito y se escribe en el mundo, caí en la trampa por pura y absoluta curiosidad.


El tal libro: Por si no te vuelvo a ver, la bisoña, tonta, cursi y malísima autora: Isabel Martínez-Belli, así, como lo leen, con guión para hacer notorio el apellido de su querida tía: Gioconda Belli, tan mala como ella, en este caso, creo que es genético. Pues bueno, no tuve que llegar a casa y llevar a cabo todo el elaborado rito que efectúo antes de sentarme cómodamente a leer, que consiste en hacer un buen café expreso, poner a la mano una cajetilla completa de cigarros y desconectar el teléfono. No, en este caso, la curiosidad me carcomía el alma. Así que entré corriendo al primer Sanborns que ví, en donde ya ni siquiera dejan fumar, pedí un café malísimo y me dispuse a devorar el libro. Me bastó la primera frase para darme cuenta de lo malo que era, pero con un optimismo digno de encomio y mejor causa lo terminé en poco más de media hora.


La culpable del bodrio en cuestión es una españolita que estudió en la Ibero, se casó con un mejicano, como ellos dicen, y se creyó con derecho a recrear el tema de la Revolución Mexicana. ¡Imagínenselo! Digo, si es que tienen muuuucha imaginación. Nada más terminarlo, corrí de nuevo a la librería, que como ya deben imaginar ustedes, había cambiado de gerente, ahora, es gerenta. Le pedí, de la manera más educada posible que me cambiara el libro o me regresara el dinero, pero me mandó de un empujón hasta dentro del "Palacio". Avergonzada de que alguien me viera salir de dicha tienda a donde entro de vez en cuando sólo a comprar galletas, y con el libro en la mano, me dirigí al primer depósito de basura y lo arrojé en él procurando hacer mucho ruido y que cuando menos los que por ahí fueran pasando vieran perfectamente la portada y no fueran a pagar casi $200.00 que yo pague por él.


De todo ésto, saqué dos conclusiones: primera, no importa que uno lleve más de treinta años impartiendo clases de literatura en las mejores escuelas y universidades, siempre existe el peligro de que nos engañen; segunda: que no existe por ningún lado una verdadera, seria, reflexiva y profunda crítica literaria. Las editoriales pagan a los supuestos "críticos" para vender sus productos, ellos cobran, y otros, que no nos pusimos a tiempo las pilas, nos llevamos el coraje de nuestra vida. Hoy, no quise ser seria ni profunda, hoy sólo me quise reír un poco de lo tonta y curiosa que fui. Sólo me queda por decir una cosa: Mira, Isabelita Martínez-Belli, por si no te vuelvo a ver, te lo digo de una vez: eres falsa de toda falsedad, cursi hasta el vómito, kitsch hasta el ridículo, ignorante de nuestra historia hasta la risa y definitivamente mala, mala, mala.

martes, 22 de julio de 2008

Mi hija, un arcángel llamado Helena...



Cuando era niña, mi hija tenía los piecesitos planos. Caminó al año y medio y aún así, se cansaba muy pronto, entonces, después de caminar unos pocos metros, dirigía sus enormes ojos castaños hacia arriba, hacia mí, y me decía a punto de llorar: ya cárgame, mami. Y yo lo hacía, la levantaba del piso con infinito amor y lo seguí haciendo por años, pues aunque usó zapatitos ortopédicos durante un tiempo, el problema nunca se solucionó del todo.


Pasaron los años pero sus pies aún se niegan a posarse con fuerza en el suelo. Le basta caminar algunas cuadras para que se llenen de ampollas y el dolor sea insoportable. Ya no la puedo sostener en mis brazos, al menos no físicamente, así que me dí a la tarea de cuidar sus dolorosos pasos, velar su sueño y tratar de evitar, en la medida de lo posible que llegaran hasta ella los terrores y los sufrimientos del mundo. Desgraciadamente, ni todo el amor de toda las madres del mundo, las vivas y las muertas, podemos evitar que el mal se acerque y ponga sus heladas manos en los cuerpos y almas de nuestros hijos.


Un día, mi pequeña niña, amaneció convertida en una adolescente hermosa, llena de ilusiones en el futuro. Independiente y rebelde me dijo: ya estoy grande, puedo sola. Y emprendió el camino que todos transitamos alguna vez en nuestras vidas. Soltó sus hermosas trenzas de niña y con su largo y rubio cabello al viento, la frente en alto, una inefable sonrisa en el rostro y su hermoso y virgen corazón en la mano, abrió la puerta de la casa paterna para conocer el mundo real. Corrí hacia la ventana para verla cuando se alejaba a un universo en donde yo ya no estaría para cargarla cuando me lo pidiera, pedí a los dioses que fueran benevolentes con ella.


A lo largo de los años, mi hija fue felíz -quiero pensar que así ha sido-, sufrió decepciones pero también tuvo alegrías; leyó muchos libros y escribió otros; hizo algunos viajes, conoció mucha gente, buena y mala, de eso no tengo duda; estudió horas interminables quitándole tiempo al sueño; trabajó sin descanso, conoció el odio, pero también el amor. Algunos le hicieron daño y otros la quisieron mucho, siempre ha dejado huella de su presencia en todos los que hemos tenido el privilegio de haber compartido la vida con ella.


De todas partes y del lado de muchas personas, volvió siempre a mí, como un ángel de la guarda, como una sombra benefactora que nunca ha pedido nada a cambio de todo el amor que ha dado en su cortísima vida. Si tuvo tropezones, curó sus heridas en silencio, con una estoicidad digna de encomio; si la oscuridad llegó a rodearla, siempre supo cómo buscar una luz y encontrar el camino de regreso; si tenía pesadillas, siempre tuvo el valor de ahuyentarlas. Lo único que sé de cierto, es que nunca dejó de traer el corazón en la mano.


Sin darnos cuenta ni ella ni yo, los papeles fueron cambiando. Ahora era ella quien cuidaba de mi, quien velaba mi sueño en las largas noches de enfermedad y dolor. Quien me ayudaba a cruzar las calles, a leer un texto, el nombre de una avenida, el camino que debía seguir para llegar a tal o cual destino; a identificar un sonido, a interpretar un libro, a descifrar un idioma, a no temer a la oscuridad ni al futuro.


Hoy, mi hermosa hija ha perdido la sonrisa y no puedo ayudarla a encontrarla de nuevo. Tampoco puedo decir que no imagino la causa de su tristeza. Desgraciadamente la sé muy bien y mucha de la culpa es mía. Mucha, pero no toda. Siempre he sabido que este mundo no es el paraíso que nos prometieron. Ese, lo perdimos para siempre y no veo la manera de recuperarlo. No me di cuenta de que había crecido, que tenía derecho a sufrir sus propias equivocaciones y sobre todo a irse de mi lado.


Hoy sé, aunque debí haberlo sabido siempre y no hasta ahora, cuando siento que ya es demasiado tarde, que en este mundo todos mentimos y engañamos, sólo que algunos lo hacen mejor que otros y eso hace una diferencia abismal. Una diferencia que espero no sea insoslayable.


Yo sólo quiero que mi hija recobre su sonrisa ¿Algunos de ustedes la ha visto? Quizá la perdió en algún parque de la colonia Roma, en alguna esquina de Polanco, tomando un café expreso, a bordo de un avión, en la abandonada estación de trenes, durante un concierto, o simplemente en el alto de un semáforo. Quiero que mi hija abra de nuevo la puerta gritando ¡Ya llegué, mami! Quiero que se vuelva a meter a la cocina a elaborar esos platillos angelicales que nos hacían sentirnos felices, quiero que algún día se vaya de mi lado de la mano de un hombre que esté dispuesto a hacerla feliz sin cortapisas, mentiras, engaños, ni condiciones; sencillamente, de un hombre. Quiero que vaya al Africa y me traiga un recuerdo, que me mande una postal de Portugal y un libro de Pessoa; que cruce alguna selva a bordo de un jeep rojo, y siga escribiendo cuentos de minotauros; que sueñe de nuevo a San Judas y haga una inmensa colección de diablos; que viaje a conocer a algún guerrilero de un país remoto, que cuelgue de su cuello muchos collares y teja en su cabeza trenzas multicolores, que vuelva a poner anillos en todos sus dedos, y a profetizar nacimientos y bodas. ¿Es mucho pedir?


Hace poco pensé de nuevo en los pies de mi hija, y sé la razón de todo ello. Es muy simple: hay en el mundo algunos seres que deberían haber nacido con alas.

Se acabó la música

Hubo una vez un violín sin pretensiones, un simple y humilde violín hecho a mano con madera corriente y sin pintar; en ocasiones emitía un sonido dulce y apaciaguador, otras, su sonido era chirriante y desafinado. Hasta hace poco tiempo, se le podía escuchar por las esquinas, plazas y mercados de los pequeños pueblos de Guerrero. Su dueño sólo pedía unas pocas monedas a cambio de hacerlo vibrar, de hacer que hablara y dijera muchas cosas, pero casi nadie entendía el mensaje. Algunos, arrojaban desdeñosamente unas cuantas monedas al sombrero tendido en el suelo y no volvían a acordarse de él. Otros, se detenían y escuchaban embelesados la música que emanaba del pobre instrumento y después continuaban su camino hacia la Nada. Los más pocos, lo escuchaban a lo lejos y corrían para enterarse de cual era el nuevo mensaje y qué era lo que tenían que hacer.

Aunque el dueño del violín era ya un anciano, y le faltaba la mano derecha, tocaba con una determinación heroica y el muñón siempre cubierto con una vieja venda, las notas más desgarradoras y hermosas que se han escuchado en esas tierras. Nunca se mostró cansado de subir y bajar montañas, vadear ríos, enfrentar fieras o soportar alimañas. No se cansó nunca de sufrir la indiferencia de la mayoría de los hombres que lo escuchaban, nunca se quejó de tener hambre, frío o calor, o de que lo molestara la lluvia. Dormía en donde lo sorprendiera la noche y a nadie le dijo nunca que su cama era dura, aunque ésta fuera la banca de un parque o una inclemente acera de cemento. Todos lo conocían desde siempre, desde que tenían memoria; era ya parte del paisaje.


Viajaba ligero de equipaje porque los sueños no pesan, y él tenía un sueño: que la música no parara, que nunca se detuviera, que los que vienen en el camino o todavía no aprenden a caminar, supieran que antes que ellos, habían transitado las mismas veredas otros iguales, con los mismos sueños, los mismos anhelos e idénticos sufrimientos. Que un hombre no se pueder mirar a sí mismo como tal, si no aprende del pasado y hace algo, cualquier cosa que esté a su alcance, para mejorar el futuro. Que no existe un destino que determine nuestras vidas aún antes de que hayamos nacido, pero que, en el caso de que existiera, el sentido de nuestras vidas sería luchar para hacerlo mejor.


Don Angel, que asi se llamaba el dueño del violín, tuvo muchos hijos, hombres y mujeres que habían muerto llevando el mensaje a otros; que habían sido asesinados por la intolerancia, la ambición y la barbarie que los cercó un nefasto día. Nunca hubo una lápida ni flores en sus tumbas, sólo un recuedo amoroso y eterno en la mente de ese angel de la anunciación que fue su padre.


Un día triste y lluvioso, los hombres y mujeres de la sierra de Guerrero se dieron cuenta de que algo faltaba en sus vidas, echaron en falta que había a su alrededor un silencio insoportable, y lloraron sin saber qué era. Ardientes y saladas las lágrimas escurrían por sus mejillas, llegaban hasta su barbilla y terminaban en el caliente suelo de su tierra, regando los sueños del anciano que a través de las notas del violín que él mismo había construído, les había comunicado todos los días de su larga vida, un mensaje de Libertad.


Hoy, podemos seguir escuchando ese sonido en las oscuras salas de cine de todo el mundo. El mensaje de Don Angel no se perdió, sigue llegando intermitentemente a nosotros, a todos, los hombres y mujeres que nunca estaremos conformes con las injusticias y la maldad que intenta destruir todos nuestros sueños. Y haremos algo, Don Angel, puede estar usted tranquilo, el mensaje fue entendido y yo al menos, no tengo ni tendré nunca los brazos cruzados, la mente aterida de terror, ni los labios sellados.

miércoles, 16 de julio de 2008

La Media Luna




En la ciudad de México, en el sur, existe una pequeña plaza que antaño fue una fábrica de papel. Ahí, y sin que casi nadie sepa que existe, hay un pequeño complejo de salitas cinematográficas de tan sólo algunas butacas cada una. En ellas exhiben cine de arte, es uno de los pocos lugares en los que en esta inmensa ciudad se puede uno librar de las exhibiciones comeciales que saturan las otras salas, a las que va la gente "normal".

La tarde de ayer, con la intención de soltar un poco de la melancolía que últimamente invade casi todos mis momentos, decidí encaminarme a dicha placita y merodear un poco por sus espacios abiertos al aire libre en donde afortunadamente se permite fumar, comer en un lugar tranquilo y entrar al final al cine con la idea de regresar a casa con algo bello que almacenar para cuando se ofrezca.

La película elegida fue una producción iraní con muy poco presupuesto y ¡muuuucha imaginación y talento! Nombre: La media luna. Director: Bahman Ghobadi.

Enmedio de un desierto cuyo límite marcan inmensas montañas cubiertas de nieve, existe una extraña aldea excavada en una de sus laderas. Ahí viven solas, exiliadas y apartadas del mundo 1,340 mujeres que han cometido uno de los más grandes delitos para el Islam: cantar. Y hasta ese lugar incógnito llega un autobús con trece músicos y un director de orquesta que a la vez es el padre de todos ellos. Llegan buscando a la voz más hermosa que han escuchado y ésta le pertenece a Hetshu, una hermosísima mujer que casi ha perdido su don a causa de fumar un cigarrillo tras otro. Una y otra vez, Hetshu se niega a compañar a los músicos diciendo a Mamo, el director, que ya no puede cantar. Ha perdido no sólo la voz, sino la voluntad de vivir. Los músicos saben que les puede costar la vida llevar con ellos a una cantante, más deciden enfrentar todos los peligros y Hetshu sube al autobús para enfrentar su trágico destino. Su meta: dar un concierto en el Kurdistán Irakí, un concierto en el que Mamo se despedirá del mundo, ya es un anciano y es la única ilusión que le queda, aún sabiendo que en Irak ninguna mujer puede cantar frente a un hombre.

Yo también subí al autobús con ellos, canté acompañada de los trece hijos de Mamo, sentí el frío que bajaba inclemente de la cumbre de las montañas, tomé el té ardiente y amargo que me ofrecieron, ayudé a la bella Hetshu a esconderse en el entresuelo del autobús cada vez que nos detenía un retén de soldados. LLoré cuando la turba castrense destruyó esos hermosos instrumentos musicales que nunca había visto y me desesperé cuando se llevaron a Hetshu con ellos. Hetshu regresó con nosotros sólo para irse enmedio de la noche, llevada flotando por cuatro sombras, en una nube amarilla de espesa niebla. El destino de todos nosotros estaba marcado y Mamo lo sabía, aún antes de emprender su último viaje. Sabía que no se puede desafiar a las profecías de los hombres sabios que habían determinado que antes de la luna llena todas nuestras existencias habrían de cambiar para siempre.

Salir de la oscuridad tibia y protectora, como una matriz segura, de la pequeña salita de cine, al sol esplendente de media tarde, me pegó con mucha fuerza en el alma. Tan fuerte que busqué algún lugar donde sentarme y meditar un poco en lo que había vivido durante 113 minutos. Tenía un nudo en la garganta y los ojos empañados por las lágrimas que pugnaban por salir y que yo escondía tras una gafas oscuras.

De pronto, y avanzando por entre las antiguas callecitas de la vieja fábrica de papel, una música hermosísima llegó, empujada por el viento hasta donde yo seguía inmovilizada por la emoción. No hubo más que seguirla, caminar tras ella y llegar a un espacio en donde varios (no los conté, lástima), músicos chinos acompañaban a una cantante que deleitaba en su idioma, desconocido totalmente por mí, a un pequeño grupo de gente que se había sentado para escucharla. Al terminar, aplaudimos, lo hicimos hasta que nuestras manos enrojecieron, y después, las guardamos adoloridas y temerosas en las bolsas de nuestros sacos o pantalones. Pensé en la hermosísima Hetshu, en todas las Hetshus del mundo a las que no se les permite cantar.

El Tiempo


Un conejo al que siempre se le hace tarde, un cocodrilo que persigue al capitán Garfio y que con su tic tac le recuerda que el tiempo pasa y no ha podido atrapar a Peter Pan, y éste a su vez que no quiere que el tiempo pase para no llegar nunca a ser adulto; relojes en las muñecas de hombres y mujeres que corren apresurados sin que nadie los espere al final de la ruta; relojes en los edificios públicos, templos, torres, glorietas y anuncios digitales; estaciones de radio que dan la hora cada minuto; el Big Ben que no se ha atrasado ni un minuto en cien años; relojes en los aeropuertos, estaciones de autobuses y trenes; relojes en los tableros de los autos, los quirófanos y, ¡el colmo! en las funerarias. Relojes digitales, de cuerda, de pilas, de arena, de sol; en el celular, en la computadora; relojes despertadores, en las estufas, en el televisor y en el aparato de radio. Relojes en la estratósfera, en el fondo del mar y bajo la tierra. El hombre, a lo largo de su historia no ha sentido nunca tal fascinación como la ha sentido, siente y sentirá por el tiempo.

Yo sólo sé que mi tiempo se está acabando, porque, además de todos los relojes que he mencionado, existe otro del que casi nadie habla: el reloj interno que todos poseemos y que marca constante e inclementemente todos los segundos de nuestra vida. Ese cruel reloj que comienza a dar avisos de que la cuerda se le está acabando, lanzando pequeñas señales que no queremos reconocer. La primera de ellas es la soledad. Todos comienzan a irse, todos corren como alguna vez lo hicimos nosotros tras de un destino que no existe, que no existía ni existirá nunca, que sólo es una ilusión que alguien inserta en nuestro "disco duro" para hacernos sentir que estamos haciendo algo, lo que sea, pero que nuestra vida no será en vano. Que dejaremos alguna huella de nuestro paso por esta Tierra baldía, como decía Elliot.

Hay otros que dicen que podemos burlar al tiempo, que podemos retornar a un tiempo indeterminado de nuestras vidas si las condiciones que existían entonces de alguna manera vuelven a repetirse una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez, como afimaban Nietzche, Borges o Casares. Yo he querido hacerlo, se los juro, he querido hacerlo una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez...¿Y quieren que les diga algo? Si algún día lo logro, ya no sabré para qué lo he hecho, ni siquiera sé si quiero hacerlo en verdad.

Hubo alguna vez en Dinamarca un príncipe loco que supo la verdad: que nada, absolutamente nada tiene sentido para nadie, y esa cruel verdad llevó a la tumba a todos lo que lo rodeaban, también a él, por supuesto. Y sin embargo, aunque algo olía muy mal en Dinamarca, al otro día salió el sol igual de radiante que el día de la tragedia. Ofelia seguirá eternamente flotando en las heladas aguas de un río eterno; el viejo rey seguirá pidiendo a su úncio hijo que vengue su muerte y el príncipe loco seguirá llevando a un grupo de actores al palacio para que digan a la corte del reino las verdades que él no se atrevió a decir, porque sabía que nada tiene importancia,que nada sirve para nada.

Mi reloj, se detiene un poquito cada pocos segundos, después reanuda la marcha a pasos cansados, acompañado de jadeos casi imperceptibles para todos, pero aterrorizantes para mí. Y hay miles de preguntas en mi mente que quisiera hacer todavía, pero que, como el príncipe aquél, que supo siempre toda la verdad, no me atrevo a pronunciar, porque sé como él, que nada tiene sentido.

Estoy muy despierta, sorbiendo literalmente por todos los poros de mi piel el tiempo que no existe, el que inventamos, el que anhelamos y el que se nos va en cada exhalación, estemos dormidos o despiertos, finalmente, y como dijo otro poeta: ¿vivimos cuando soñamos?
Yo no tengo reloj despertador, no necesito que nadie me despierte. Me gusta dormir y tener sueños, sé que esa es la verdadera vida, y curiosamente, en ninguno de mis sueños he visto jamás un reloj.