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martes, 22 de julio de 2008

Mi hija, un arcángel llamado Helena...



Cuando era niña, mi hija tenía los piecesitos planos. Caminó al año y medio y aún así, se cansaba muy pronto, entonces, después de caminar unos pocos metros, dirigía sus enormes ojos castaños hacia arriba, hacia mí, y me decía a punto de llorar: ya cárgame, mami. Y yo lo hacía, la levantaba del piso con infinito amor y lo seguí haciendo por años, pues aunque usó zapatitos ortopédicos durante un tiempo, el problema nunca se solucionó del todo.


Pasaron los años pero sus pies aún se niegan a posarse con fuerza en el suelo. Le basta caminar algunas cuadras para que se llenen de ampollas y el dolor sea insoportable. Ya no la puedo sostener en mis brazos, al menos no físicamente, así que me dí a la tarea de cuidar sus dolorosos pasos, velar su sueño y tratar de evitar, en la medida de lo posible que llegaran hasta ella los terrores y los sufrimientos del mundo. Desgraciadamente, ni todo el amor de toda las madres del mundo, las vivas y las muertas, podemos evitar que el mal se acerque y ponga sus heladas manos en los cuerpos y almas de nuestros hijos.


Un día, mi pequeña niña, amaneció convertida en una adolescente hermosa, llena de ilusiones en el futuro. Independiente y rebelde me dijo: ya estoy grande, puedo sola. Y emprendió el camino que todos transitamos alguna vez en nuestras vidas. Soltó sus hermosas trenzas de niña y con su largo y rubio cabello al viento, la frente en alto, una inefable sonrisa en el rostro y su hermoso y virgen corazón en la mano, abrió la puerta de la casa paterna para conocer el mundo real. Corrí hacia la ventana para verla cuando se alejaba a un universo en donde yo ya no estaría para cargarla cuando me lo pidiera, pedí a los dioses que fueran benevolentes con ella.


A lo largo de los años, mi hija fue felíz -quiero pensar que así ha sido-, sufrió decepciones pero también tuvo alegrías; leyó muchos libros y escribió otros; hizo algunos viajes, conoció mucha gente, buena y mala, de eso no tengo duda; estudió horas interminables quitándole tiempo al sueño; trabajó sin descanso, conoció el odio, pero también el amor. Algunos le hicieron daño y otros la quisieron mucho, siempre ha dejado huella de su presencia en todos los que hemos tenido el privilegio de haber compartido la vida con ella.


De todas partes y del lado de muchas personas, volvió siempre a mí, como un ángel de la guarda, como una sombra benefactora que nunca ha pedido nada a cambio de todo el amor que ha dado en su cortísima vida. Si tuvo tropezones, curó sus heridas en silencio, con una estoicidad digna de encomio; si la oscuridad llegó a rodearla, siempre supo cómo buscar una luz y encontrar el camino de regreso; si tenía pesadillas, siempre tuvo el valor de ahuyentarlas. Lo único que sé de cierto, es que nunca dejó de traer el corazón en la mano.


Sin darnos cuenta ni ella ni yo, los papeles fueron cambiando. Ahora era ella quien cuidaba de mi, quien velaba mi sueño en las largas noches de enfermedad y dolor. Quien me ayudaba a cruzar las calles, a leer un texto, el nombre de una avenida, el camino que debía seguir para llegar a tal o cual destino; a identificar un sonido, a interpretar un libro, a descifrar un idioma, a no temer a la oscuridad ni al futuro.


Hoy, mi hermosa hija ha perdido la sonrisa y no puedo ayudarla a encontrarla de nuevo. Tampoco puedo decir que no imagino la causa de su tristeza. Desgraciadamente la sé muy bien y mucha de la culpa es mía. Mucha, pero no toda. Siempre he sabido que este mundo no es el paraíso que nos prometieron. Ese, lo perdimos para siempre y no veo la manera de recuperarlo. No me di cuenta de que había crecido, que tenía derecho a sufrir sus propias equivocaciones y sobre todo a irse de mi lado.


Hoy sé, aunque debí haberlo sabido siempre y no hasta ahora, cuando siento que ya es demasiado tarde, que en este mundo todos mentimos y engañamos, sólo que algunos lo hacen mejor que otros y eso hace una diferencia abismal. Una diferencia que espero no sea insoslayable.


Yo sólo quiero que mi hija recobre su sonrisa ¿Algunos de ustedes la ha visto? Quizá la perdió en algún parque de la colonia Roma, en alguna esquina de Polanco, tomando un café expreso, a bordo de un avión, en la abandonada estación de trenes, durante un concierto, o simplemente en el alto de un semáforo. Quiero que mi hija abra de nuevo la puerta gritando ¡Ya llegué, mami! Quiero que se vuelva a meter a la cocina a elaborar esos platillos angelicales que nos hacían sentirnos felices, quiero que algún día se vaya de mi lado de la mano de un hombre que esté dispuesto a hacerla feliz sin cortapisas, mentiras, engaños, ni condiciones; sencillamente, de un hombre. Quiero que vaya al Africa y me traiga un recuerdo, que me mande una postal de Portugal y un libro de Pessoa; que cruce alguna selva a bordo de un jeep rojo, y siga escribiendo cuentos de minotauros; que sueñe de nuevo a San Judas y haga una inmensa colección de diablos; que viaje a conocer a algún guerrilero de un país remoto, que cuelgue de su cuello muchos collares y teja en su cabeza trenzas multicolores, que vuelva a poner anillos en todos sus dedos, y a profetizar nacimientos y bodas. ¿Es mucho pedir?


Hace poco pensé de nuevo en los pies de mi hija, y sé la razón de todo ello. Es muy simple: hay en el mundo algunos seres que deberían haber nacido con alas.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me has conmovido profundamente.
Creo que tu hija tiene la fortuna de contar con una madre que puede escribir, y muy bien, lo que siente, lo que otras madres no pueden expresar de ninguna manera.
Sé muy bien lo que es perder la sonrisa y lo que cuesta recuperarla.