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miércoles, 16 de julio de 2008

La Media Luna




En la ciudad de México, en el sur, existe una pequeña plaza que antaño fue una fábrica de papel. Ahí, y sin que casi nadie sepa que existe, hay un pequeño complejo de salitas cinematográficas de tan sólo algunas butacas cada una. En ellas exhiben cine de arte, es uno de los pocos lugares en los que en esta inmensa ciudad se puede uno librar de las exhibiciones comeciales que saturan las otras salas, a las que va la gente "normal".

La tarde de ayer, con la intención de soltar un poco de la melancolía que últimamente invade casi todos mis momentos, decidí encaminarme a dicha placita y merodear un poco por sus espacios abiertos al aire libre en donde afortunadamente se permite fumar, comer en un lugar tranquilo y entrar al final al cine con la idea de regresar a casa con algo bello que almacenar para cuando se ofrezca.

La película elegida fue una producción iraní con muy poco presupuesto y ¡muuuucha imaginación y talento! Nombre: La media luna. Director: Bahman Ghobadi.

Enmedio de un desierto cuyo límite marcan inmensas montañas cubiertas de nieve, existe una extraña aldea excavada en una de sus laderas. Ahí viven solas, exiliadas y apartadas del mundo 1,340 mujeres que han cometido uno de los más grandes delitos para el Islam: cantar. Y hasta ese lugar incógnito llega un autobús con trece músicos y un director de orquesta que a la vez es el padre de todos ellos. Llegan buscando a la voz más hermosa que han escuchado y ésta le pertenece a Hetshu, una hermosísima mujer que casi ha perdido su don a causa de fumar un cigarrillo tras otro. Una y otra vez, Hetshu se niega a compañar a los músicos diciendo a Mamo, el director, que ya no puede cantar. Ha perdido no sólo la voz, sino la voluntad de vivir. Los músicos saben que les puede costar la vida llevar con ellos a una cantante, más deciden enfrentar todos los peligros y Hetshu sube al autobús para enfrentar su trágico destino. Su meta: dar un concierto en el Kurdistán Irakí, un concierto en el que Mamo se despedirá del mundo, ya es un anciano y es la única ilusión que le queda, aún sabiendo que en Irak ninguna mujer puede cantar frente a un hombre.

Yo también subí al autobús con ellos, canté acompañada de los trece hijos de Mamo, sentí el frío que bajaba inclemente de la cumbre de las montañas, tomé el té ardiente y amargo que me ofrecieron, ayudé a la bella Hetshu a esconderse en el entresuelo del autobús cada vez que nos detenía un retén de soldados. LLoré cuando la turba castrense destruyó esos hermosos instrumentos musicales que nunca había visto y me desesperé cuando se llevaron a Hetshu con ellos. Hetshu regresó con nosotros sólo para irse enmedio de la noche, llevada flotando por cuatro sombras, en una nube amarilla de espesa niebla. El destino de todos nosotros estaba marcado y Mamo lo sabía, aún antes de emprender su último viaje. Sabía que no se puede desafiar a las profecías de los hombres sabios que habían determinado que antes de la luna llena todas nuestras existencias habrían de cambiar para siempre.

Salir de la oscuridad tibia y protectora, como una matriz segura, de la pequeña salita de cine, al sol esplendente de media tarde, me pegó con mucha fuerza en el alma. Tan fuerte que busqué algún lugar donde sentarme y meditar un poco en lo que había vivido durante 113 minutos. Tenía un nudo en la garganta y los ojos empañados por las lágrimas que pugnaban por salir y que yo escondía tras una gafas oscuras.

De pronto, y avanzando por entre las antiguas callecitas de la vieja fábrica de papel, una música hermosísima llegó, empujada por el viento hasta donde yo seguía inmovilizada por la emoción. No hubo más que seguirla, caminar tras ella y llegar a un espacio en donde varios (no los conté, lástima), músicos chinos acompañaban a una cantante que deleitaba en su idioma, desconocido totalmente por mí, a un pequeño grupo de gente que se había sentado para escucharla. Al terminar, aplaudimos, lo hicimos hasta que nuestras manos enrojecieron, y después, las guardamos adoloridas y temerosas en las bolsas de nuestros sacos o pantalones. Pensé en la hermosísima Hetshu, en todas las Hetshus del mundo a las que no se les permite cantar.

1 comentario:

Adam Paul dijo...

Daliha, me gustó la música de tus palabras. Sublime y sensible... cómo tú. Me espera mucho por leerte, en éste, tu blogg.