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lunes, 21 de junio de 2010

Monsi


Son las ocho y media de una mañana calurosa y soleada. El tráfico en el Viaducto Tlapan es verdaderamente criminal. Doy vuelta en una calle que se llama Emperadores y resulta que me lleva de nuevo al Viaducto atestado de autos que hacen sonar su cláxon al mismo tiempo, como si con eso se pudiese avanzar un poco. Vuelvo a hacer el intento y ¡por fin! llego a una callecita en donde encuentro un mercado a esas horas repleto de mujeres que han salido a hacer sus compras del día, pero, por las señas que me dio el Maestro la noche anterior, sé con certeza que ese es el camino correcto. Avanzo dos cuadras más, y me estaciono en la calle y el número indicados. Es la Colonia Álamos, casi excatamente atrás de lo que fue el memorable salón de baile: California Dancing Club, a donde iban a bailar, desde obreros de la construcción, hasta intelectuales.

Llamo a la puerta tímidamente. Son las nueve y media; la cita en la Universidad Pedagógica Nacional, es a la once en punto, apenas estamos a tiempo de llegar, con el tráfico en esta zona. Me abre la puerta una anciana vestida de negro, con el cabello totalmente blanco y un andar lento, cansado. Le digo que el Maestro me espera (eso supongo), y me hace pasar a un patio interior lleno de macetas con geranios. Varios gatos andan por ahí, con la larga cola levantada a manera de antena con la cual se comunicasen con el mundo. Los hay de todos colores y tamaños; también los hay gordos y flacos, todos parecen gatos de la calle, hoscos y huraños, corren cuando intento hacerles un cariño. La anciana me lleva hasta otra puerta, ésta entreabierta; pasa ella primero haciéndome una seña de que espere. Así lo hago y me siento en una pequeña banca de cemento. Cinco minutos después, me hace entrar con otra seña y se retira arrastrando lentamente los pies por el piso de cemento.

Entro a una habitación inverosímil: del piso al techo hay libros, revistas, apuntes, en libreros que ocupan todas la paredes. En el centro, como en un catafalco especial, y frente a un escritorio repleto de papeles y objetos de todas clases se encuentra él, con el cabello blanco y esponjoso, vestido con su sempiterna camisola de mezclilla y sus eternos lentes pasados de moda que se le caían constantemente por el inclinado puente de su nariz. Me saluda cortés y amablemente y se disculpa porque tendré que esperarlo un poco, ya que tiene algunos pendientes qué hacer antes de salir para su conferencia en donde lo esperan seguramente muchos jóvenes, deseosos de escucharlo y de pedirle un autógrafo. Muy preocupada, le digo que no se preocupe, que todavía hay algo de tiempo. Me pide que me siente en donde pueda, que busque un lugar, que quite a algún gato y que apague mi celular, si es que traigo alguno y lo espere.

Es entonces cuando me doy cuenta de que en esa habitación hay muchos gatos, más de los que había visto en el patio. Todos descansan en los lugares menos pensados. Ellos sí tienen derecho a hacer ruido, a maullar constantemente, a arañar todos los muebles, a pasearse incluso sobre el teclado de la máquina de Monsi; no importa, cuando eso sucede, él los quita con una paciencia infinita, corrige el texto y deja al gato en el piso con sumo cuidado. Además, el olor es realmente insoportable para alguien no habituado. No es mi deseo sentarme en ninguno de los sillones atestados de gatos huraños para quien yo sólo soy una extraña en ese santuario, así que me pongo a husmear en lo que realmente me interesa: los libros. Comienzo a recorrer los estantes con una avidez propia de alguien que ama a los libros más que a su vida. Ahí están todos: los que conozco y los que aún no he leído, desde los griegos clásicos, hasta la literatura contemporánea. Monsi habla por teléfono (siempre está haciéndolo), y de vez en cuando echa una mirada desconfiada hacia mi. Yo lo desarmo en cada ocasión con una gran sonrisa callada, él me la devuelve y torna a lo suyo. El tiempo transcurre lento entre esas cuatro paredes, como en una habitación Sambó; ni siquiera el estruendo del Viaducto llega hasta donde nos encontramos. Yo me recreo en algunos libros que saco de su lugar con un poco de miedo, mirando antes entre qué volúmenes estaba para dejarlo finalmente en el lugar exacto, Monsi sigue hablando, su voz pausada llega a mis oídos como desde muy lejos; le reclama a alguien un empastado que no le gustó. De pronto, un gato salta desde lo alto de un librero hasta mis hombros desprevenidos, el susto es mayúsculo, grito y me devuelve a la realidad, Monsi voltea para mirar lo que ha pasado y sonríe. Son las once de la mañana, no llegaremos a tiempo, se lo digo a Monsi, quien se levanta preocupado y me dice que saldremos en unos cinco minutos. ¿Todavía más? Sale apresuradamente y regresa en sólo tres. Llegamos por fin a la Universidad con una hora de retraso; él nunca perdió la calma, mientras yo hacía mil piruetas para rebasar a los estorbosos automovilistas. Cuando llegamos, nos dimos cuenta de que nadie se había movido de su lugar, todos lo esperaban con el cariño que siempre le tuvieron.

Ese fue el comienzo de una amistad con el Maestro Monsi, lo demás ya es historia y no le importa a nadie. Sólo espero que me perdone el no haber ido a un sepelio que sé que no le hubiera gustado. Yo no fui, por no encontrarme a toda la chusma política que llegó para salir en la foto. Guardo este primer recuerdo como algo valioso y eso es para mí, lo demás es lo de menos.

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