Contador

Si me diste la gran alegría de leerme, deja un comentario para que mi felicidad sea completa

domingo, 16 de agosto de 2009

Entre peñas














La Peña de Bernal y la Peña del Aire, son hermanas. Una más pequeña que otra, pero las dos casi desconocidas por todos. A sólo dos horas de camino desde la gran ciudad del desalieto y saliendo por la autopista a Querétaro, encontramos un maravilloso pueblo de los llamados mágicos: Bernal, un pueblo chiquito que hasta hace muy poco tiempo yacía dormido a la sombra de un monolito que por las noches se convierte en un fanstasma protector.
Dicen los que saben, que la peña tiene poderes extraños, que un manantial que nace en sus entrañas produce el agua más dulce que se ha tomado jamás y que cura todas las dolencias, hasta las del alma; que quien duerme a su sombra puede detener el tiempo y que en las noches claras se posan en ella naves con habitantes de otros mundos... lo único que yo sé, es que Bernal es un lugar en verdad muy bello. Caminar por sus desiertas calles es como caminar en el pasado, como retornar a tiempos que sólo recuerdan los viejos, los muy viejos que se sientan en las bancas de la plaza a rememorar tiempos idos. Cuando muera el último de ellos, dentro de poco, ya nadie sabrá contarnos la historia de ese pueblo, pero su hermosa Peña seguirá ahí, como mudo testigo de tiempos que nadie quiere recordar.
En el portal se sienta todos los días una anciana indígena vestida de negro y envuelta en un rebozo de bolita, todos la conocen con el nombre de Doña Jose. Sus piés están cubiertos por el polvo de muchos caminos, su rostro está surcado de arrugas y en su boca ya no queda ningún diente. Los habitantes del pueblo, la miran como si fuese un árbol, un muro o alguna calle, siempre está ahí, desde hace muchísimos años. Llega de nadie sabe dónde y de la misma manera se va a algún sitio desconocido y quizá muy lejano. Nadie se ha peguntado jamás el origen de Doña Jose. Ella se sienta con parsimonia en el piso del portal, se acomoda el rebozo y extiende su rugosa mano en señal de súplica. Y de la misma manera que nadie le daría unas monedas a un árbol, un muro o una calle, ella tampoco recibe nada.
Al comenzar a ponerse el sol, Doña Jose se levanta trabajosamente y emprende el camino de regreso hacia la nada; a pasitos cortos, lentos y muy cansados va alejándose del pueblo por uno de los tantos caminos que llevan a él. Algunos lugareños me informaron que la han visto desde siempre, desde que eran niños y jugaban en la plaza. Otros dicen que participó en la Revolución, que fue soldadera y que tuvo muchos hijos, tantos que ella misma no recuerda sus nombres; otros más, que fue castigada a vivir para siempre por haber cometido un pecado innombrable y que su inmortalidad fue el justo castigo por tan grande pecado.
Lo cierto es que Doña Jose forma parte del paisaje de Bernal y que personajes como ella ya quedan muy pocos. Cuando muera el ultimo, México dejará de ser México para convertirse en un país sin madre, sin raíces, sin tierra nutricia que lo alimente. Los sábados y domingos llegan a Bernal muchos turistas que no se interesan por la la historia de Doña Jose, que no preguntan ni se interesan por nada, sólo se detienen maravillados y miran la Peña como hipnotizados, sin hacerse preguntas ni buscar respuestas; ensucian el pueblo y se van como vinieron, igualitos, sin haber comprendido nada.
La otra peña, la del Aire, está en el borde de un gran barranco, tan grande, que separa dos Estados: Veracruz e Hidalgo. Es mucho más pequeña que la de Bernal, pero no menos impresionante. Una formación de roca basáltica que cuida un valle en donde no nace ni la mala hierba por la dureza de suelo.
Huasca es otro de los pueblos mágicos. Esta vez en el vecino Estado de Hidalgo. En el pasado fue un rico pueblo minero cuyo dueño fue Don Pedro Romero de Terreros, Conde de Regla, señor de minas, pueblos, vidas y almas. En su tiempo el hombre más rico del mundo. Dice la leyenda que invitó al rey de España a visitar esas tierras, prometiéndole pavimentar de plata el camino desde Veracruz hasta su hacienda, sabemos que el rey no aceptó la invitación y que no fue hasta hace poco tiempo que un rey de aquellas tierras se dignara a venir al continente cuyas riquezas lo llevaron a ocupar el trono que debería haber desaparecido hace mucho tiempo y que tan injustamente para toda la humidad aún ocupa.
Sentada en una banca de la plaza de Huasca, vi desfilar a los visitantes de fin de semana al lado de Don Epifanio sin dedicarle siquiera una mirada. Don Epifanio es un anciano que también forma parte del paisaje. Un ser humano convertido al paso de los años en un glifo verdeazulado y como tal, quieto. Vestido con un jorongo, un pantalón raído y un ancho sombrero deshilachado en los bordes, sólo su mano en señal de súplica nos muestra que está vivo. De nuevo pregunté acerca de quién era, (aparte del nombre), Don Epifanio. Nadie supo dar razón. Algunos dijeron que había participado en la Revolución, otros que había sido hacendado y había encontrado minas de plata, otros, que no recordaban nada de él, sólo que lo habían visto en el portal desde que eran niños. A ninguno de los dos ancianos quise hablarles, pensé que al hacerlo, me enteraría de una historia que no tendría nada que ver con lo contado por los vecinos. Sólo saqué algo en claro: en todos los pueblos de México existen todavía muchos Epifanios y Joses, en todas partes se inventan historias sobre ellos y en ningún pueblo saben nada de ellos, pero se inventan historias.
Aquí, en la gran ciudad, ni siquiera los vemos. Debe haber algunos, unos cuantos, pero llevamos tanta prisa que nos pasan inadvertidos. Nadie inventa historias sobre ellos ni les regala unas monedas, nadie se pregunta nada, nadie los mira.
Después de tres días puebleando en las cercanías de la ciudad, me hice una promesa que no pienso romper: visitar siempre alguno de esos pueblos para darme cuenta de cuánto hemos perdido, de cuánto hemos olvidado y en qué nos hemos convertido. Fui a mirar las dos peñas, y encontré a estos dos personajes. Las peñas seguirán ahí cuando todos hayamos muerto y con menos soberbia que todos nosotros, que creemos que hemos de permanecer para siempre y no nos damos cuenta que los que se han ido antes que nosotros son ahora sólo el polvo que entra en nuestros ojos cuando sopla fuerte el viento. La Peña de Bernal y la Peña de Aire tienen alma. Son estos dos ancianos de los que todos hablan pero nadie conoce. Algún día ya no estarán ahí, ya no volveré a verlos en sus portales con la mano extendida, en ese momento sabré que las dos peñas perdieron su alma, su razón de ser, que sólo son dos monolitos de fría piedra.

1 comentario:

La Kali dijo...

Qué bonito se expresó de Bernal. El pueblo donde nació mi mamá.