Contador

Si me diste la gran alegría de leerme, deja un comentario para que mi felicidad sea completa

miércoles, 20 de mayo de 2009

MALENA


Se llamaba Malena y era mi madre. Nací de su vientre apenas estrenado, pues soy la segunda de siete hijos. Durante nueve meses me alimenté de su carne y de su sangre -como todos los que en este mundo vivimos-, después, de su tibia y dulce leche. Toda mi existencia, de su Ser.


Junto con ella, venían dos abuelos y ningún tío, pues fue hija única. Nunca eché de menos una parentela materna, ellos tres lo llenaban todo y aún más. Claro que también tuve un padre, y en este caso, uno que sí lo fue, que siempre estuvo ahí, en las buenas y en las malas, como debe ser. En fin, tuve una familia, que es mucho más de lo que muchos pueden afirmar.


Pero ahora sólo quiero hablar de mi madre y temo demasiado que su figura es tan grande -la de todas las madres-, que no existe la manera de no caer en lugares comunes. Espero no hacerlo, porque, aunque todas las madres del mundo nos parecemos, decimos las mismas frases, echamos las mismas maldiciones, somos igual de intolerantes, con tales o cuales situaciones y extremadamente celosas con nuestros hijos, diré algo en nuestra defensa: Todo lo hacemos por amor. Y es tremendamente injusto para todos, que nos demos cuenta de que así es, sólo cuando nuestra madre ya no está con nosotros.


Mi madre nunca fue una mamá común y corriente. No. Mi madre fue la peor de las madres. No se asusten, les explico.


Mi madre nunca me dejó llorar, nunca esperó a que yo tuviera hambre para darme de comer, jamás habría permitido que un poco de frío estremeciera mi cuerpo ni que la lluvia mojara mis pies; Nunca me dejó comer fruta verde, trepar a las bardas, bañarme en un río. Si el calor era fuerte, y yo nací a orillas del mar, podía quedarse sentada durante horas abanicando el aire para que yo no sudara. Mi madre tejía, cosía, bordaba, perfumaba y adornaba la ropa que me ponía. Hasta hace poco tiempo, en mi cuerpo no había ni una sola cicatriz a causa de caídas o tropezones. Nunca me descalabré, porque ahí estaba ella siempre, como una sombra benefactora. Ahora, y casi al final de mi vida, hay algunas cicatrices, pero tengo la completa seguridad de que de haber estado ella a mi lado, no existirían.


Me enseñó a leer y a escribir a una edad en que todos los niños sólo están en el mundo para jugar y divertirse. En cuanto pude entender el significado de esos extraños símbolos llamados letras, me habló de México, de Cuauhtémoc, de Hidalgo y Morelos; de Juárez, de Madero y de Villa. Aún puedo verla bajo la resplandeciente luz de tardes memorables, tratando de esconder una lágrima que escurría por sus mejillas cuando nos narraba la caída de la Gran Tenochtitlan.


Mi madre mandaba a hacer para mí un vestido nuevo para cada domingo mientras fui niña. Elaboraba mis cuadernos con sus blanquísimas manos e inventaba recetas cada día para sorprendernos. Horneaba los más deliciosos pasteles y creaba los más ricos helados para el regreso de la escuela. La recuerdo afanada con una garrafa que compró a unos árabes hasta que logró hacer las más deliciosas nieves que se hayan probado en el mundo. Nunca, ni a mí ni a mis hermanos, nos picó un insecto, ahí estaba ella para alejarlos. Malena fue acumulando un adeudo imposible de pagar. Por estas razones, mis hermanos y yo, la consideramos durante mucho tiempo, "la peor de las madres".


Pero llegó el tiempo de abandonar su casa llena de rosas y árboles frutales, de olor a pan recién horneado y nieves suculentas, para hacer mi vida. ¡Claro que también me dijo que ese camino no era el seguro ni el verdadero!, pero no la escuché y me fui sin volver la vista después de pronunciar la consabida frase: "Es mi vida, no tienes ningún derecho a intervenir en ella"


Hoy, en este día nublado, sólo sé que estoy triste, tan triste que en todo el universo no queda un sólo resquicio para otro sentimiento que no sea sobre mi madre. Dije que había sido la peor de todas las madres, porque hasta ahora comprendo que todas las madres somos iguales y que el Creador en caso de que exista, no debió hacernos tan ciegos. Ahora, sé que nunca el mundo volverá a ser como cuando ella estaba iluminándolo todo. Hasta ahora comprendo porqué no fuimos como los demás niños. Hasta ahora sé, que todo lo que he hecho en la vida, se sembró en mis primeros años. Mi madre nos enseñó a no perder el tiempo, nos dijo que la vida era muy corta y que estábamos aquí para aprender, para enseñar, para dejar siquiera una pequeña huella de nuestro paso por el mundo.
Ya no siento la nostalgia de Borges cuando nos dijo que le habían quedado muchas cosas por hacer y la tremenda tristeza por no haberlas hecho. No. Yo no la siento, mamá. Hiciste lo que debías y lo hiciste bien. Las cosas importantes en la vida no están en pensar que va a durar eternamente, sino en saber aprovechar el poco tiempo que tenemos.

Malena ya no está aquí; su vela, la que iluminaba mi mundo, se fue apagando poco a poco, como no queriendo dejarnos solos, como queriendo decir con su débil presencia que ahí estaba y que mientras su cansado corazón no se detuviera, seguiría latiendo sólo por nosotros. Ahora sé, que el corazón de una madre no es como los demás corazones. No hace tic, tac, tic, tac, no; en cada latido nos dice: te amo, te amo, te amo. Aún más allá del cansancio, de la desesperanza, de la muerte, siempre estaré contigo, hasta que Dios permita que volvamos a vernos, en algún lugar, en algún tiempo y para los siglos de los siglos...


Ella se llamaba Malena y era mi madre.

No hay comentarios: