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lunes, 3 de noviembre de 2008

Mictlantecutli


El señor de los muertos, el amo de la oscuridad, el señor de las profundidades, se enseñoreó de la explanada que llamamos erróneamente Zócalo de la ciudad de México. Su figura de cartón piedra de más de diez metros de altura, miraba con sus ojos huecos e insondables hacia la avenida 20 de noviembre. Otros miles de ojos miraban hacia él sin entender nada. Ojos tan vacíos como los de la figura se detenían a tomar fotografías de la impasible deidad que quizá sólo causaba curiosidad, pero nunca espanto.


Día de muertos en México, Pero, ¿quiénes eran los muertos? ¿Las deidades eternas o los que llenaban la plaza? Vestidos todos según la usanza del Hallowen, la gran fiesta de difuntos se convirtió en una romería en donde había de todo: desde punks aztecas, hasta perros disfrazados de calabazas, pasando por catrinas, calaveras, vampiros y brujas de todas las edades. El Juego de Pelota, sonorizado con música prehispánica llenaba el contorno con música de atabales y teponaztlis mientras en otro rincón del Zócalo se escuchaba rock metálico y estridente. En fin, un sincretismo caótico a la vista y los oídos de los que que estuvimos presentes llevados por la expectación y las ganas de que "ahora sí, haber si nos hacemos más mexicanos".


Un dato curioso: hace 487 años cayó estrepitosamente la Gran Tenochtitlan, en 1521, si sumamos las cantidades, dan la cifra de 2008, el año en que vivimos...¿Tendrá algún significado? Este año ha sido el de la violencia exacerbada, el de la crisis económica nunca vista, el de los descabezados, el de los secuestros, el de la tan esperada reforma de Petróleos, el de la impunidad y la desvergüenza, el de toda la maldad de la que es capaz el ser que se dice humano.


Imaginemos la gran plaza hace 486 años: un cielo diáfano y repleto de estrellas, un aire limpio y respirable, unos braceros llenos de carbón de leña y resina de copal, los tlamacazquis se atarean alrededor del Gran Templo y el musical sonido del agua de la laguna golpea rítmicamente en las orillas de la hermosísima pero ya violada ciudad.


Ya no hay paz, pero sí júbilo. Hace poco tiempo, los guerreros aztecas han ganado una gran batalla, la más grande de todas las batallas en toda su historia. Han vencido a los extranjeros que habían tomado por dioses y los han hecho huír por la gran calzada de Tacuba. Los más de ellos, han perecido ahogados en los canales por el peso del oro que llevaban en sus alforjas, otros han huído despavoridos siguiendo a su jefe, que poco después se sentaría a llorar bajo un árbol su derrota. En la ciudad se han cremado a los muertos, se ha llorado por los desaparecidos, se ha orado a los dioses para agradecer la victoria. Se curan las heridas.


No imaginan que muy cerca de ellos, los vencidos construyen barcos, reparan armas y se preparan para la victoria definitiva, que esta vez, no acompañará a los tenochcas. Los dioses se han retirado más no han muerto, porque son eternos. Ya no estarán más en los kús sagrados, no recibirán los corazones palpitantes de los guerreros, ni se deleitarán con el suave aroma del copal; el ciclo ha terminado, el tiempo se acabó, los años se ataron. Se han ido, pero no para siempre, han prometido regresar cuando el águila real vuelva a volar sobre el Gran Valle del Anáhuac.


Muy lejos de estos hechos el Zócalo de ayer no es el mismo que el de hoy. No lo queremos ni lo pretendemos, pero indudablemente lo añoramos. No podemos cambiar los hechos, pero sí pedimos un poco de respeto para los caídos, porque no fueron pequeños en nada, fueron grandes caídos y fueron vencidos con honor, ante un enemigo que los sobrepasaba en fuerza pero nunca en valentía.


Caminaba de regreso por las desiertas y oscuras calles cercanas al Centro cuando un viento helado comenzó a soplar con fuerza, mis manos cerraron los botones de mi abrigo, mientras limpiaba las ardientes lágrimas que por cusa de la añoranza salían de mis ojos. A lo lejos aún podía escuchar la música de los tambores. Iba sola, nadie caminaba a mi lado ni seguía mis pasos, de pronto, doblando una esquina, me topé de lleno con una sombra oscura que tomándome sorpresivamente de las manos, me dijo una sola palabra y desapareció enmedio de la tenebrosa Nada. La palabra fue: Tlahuelompa. No hablo náhuatl, no entendí. Llegando a casa llamé a un amigo para que me dijera el significado: lejos, muy lejos.

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